Por Reinaldo Spitaletta

Como nací y crecí en los tiempos propagandísticos de la Guerra Fría, cuando aún existía por estos andurriales colombianos la alianza Iglesia-Estado, y en tiempos en que los campos estaban incendiados por la Violencia, me parece que nunca he conocido tiempos pacíficos en un país en el que algún presidente se empeñó en negar el “conflicto armado interno” y otro quiso “volver trizas” los acuerdos de paz.

Varias generaciones, las del estado de sitio, la del Estatuto de Seguridad, la de la “Seguridad democrática” o de los “falsos positivos” se han criado en medio de velitas milagrosas, santorales y beatos; en medio de rezos para que salga bien el asesinato de un izquierdista, de un juez o un líder social, y de adoraciones a la “virgen de los sicarios”. Por largos períodos nos acostumbramos a los despojos de la tierra de parte de terratenientes, a los bombardeos de campesinos (niños incluidos) y a la eterna corrupción.

También hemos sido, desde hace años, bombardeados por propaganda anticomunista, porque además el país ha estado girando en la órbita estadounidense, y sus gobiernos, por lo menos desde la mencionada Guerra Fría (por no ir más atrás) han estado al servicio de la metrópoli gringa. Ha habido desvergonzados acólitos, perritos falderos de Washington; no han faltado los “vende-patria” y menos aún quienes han feriado la nación y se la han entregado a transnacionales y otros mercaderes.

Desde hace tiempos, tantos que parecen inmemoriales, hemos estado caminando por la cuerda floja. Y para ello nos han embobado con discursos vacíos, novenarios, trisagios y milagrerías. Tenemos santa y beatos. Y tuvimos obispos decimonónicos que pregonaban que el liberalismo era pecado. El Syllabus de Pío Nono cayó bien por estas tierras conflictivas.

También hubo un liberal, Rafael Uribe Uribe (luego se fue “conservatizando”; sin embargo, lo mataron a hachazos) que les salió al paso a las sotanas retrógradas y escribió un libro (incluido luego en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia): “De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado”. Se dice que lo que quedaba de liberalismo en Colombia se acabó con el tratado de Wisconsin que dio fin a la Guerra de los mil días. Este abrió las esclusas para la dominación estadounidense en su coto de caza.

De aquellas antiguas consignas eclesiásticas, promovidas en Colombia, entre otros por jerarcas como Ezequiel Moreno, Bernardo Herrera Restrepo (el mismo que obligó a consagrar a Colombia al Sagrado Corazón y era el jefe real del Partido Conservador), Monseñor Miguel Ángel Builes, siempre contra los liberales, cualquier cosa que esta doctrina fuera, sobrevivieron aberraciones ideológicas que circularon con profusión en los tiempos de la Violencia. No era extraño que se matara a contrincantes al grito fanático de “¡Tú reinarás, oh, rey bendito!”.

Por esos mismos tiempos —bueno, también desde mucho antes— se comenzó a trasladar el miedo al liberalismo (que ya era una bandera raída) por el miedo al comunismo, sobre todo por el influjo del macartismo estadounidense. Se principió a catalogar de “comunistas” a posiciones opuestas a las injusticias sociales y a favor de las reivindicaciones obreras y sindicales, a las luchas por la tierra y por una reforma agraria, y a quienes promovían gestas por la dignidad y contra las inequidades. Inclusive, en la muy agitada década de los sesenta, hubo posiciones progresistas de la Iglesia, con sacerdotes que se pusieron del lado de los pobres y los oprimidos.

Antes de las elecciones del 29 de mayo (esta columna se escribió la víspera de las mismas), se convocó en el parque de El Poblado, en Medellín, a un “rosario público por Colombia” con invocaciones a “Nuestra Señora de Fátima”. “¡Salvad a Colombia del comunismo!”, decía la proclama. Nada extraño en la ciudad que puede ser la más “conservadurista” o “goda” del país. Hubo en esta velada una especie de “traición” patronal, porque, recordemos, Marco Fidel Suárez, el 9 de julio de 1919, coronó a la virgen de Chiquinquirá como “Reina de Colombia”.

En un informe publicado por El País, de España, el 27 de mayo pasado, con el título de “Colombia, un país más a la izquierda de lo que se cree”, se anota: “La posición media de los colombianos en asuntos económicos, migratorios o de libertades individuales está más a la izquierda que a la derecha. En algunos casos la mayoría es más bien moderada, como en el del aborto”.

¿A cuántos colombianos les ha pasado como a Arturo Cova, que han jugado su corazón al azar y se los ha ganado la Violencia? ¿Cuántas generaciones han perdido toda esperanza tras los resultados de tantos comicios en los que han seguido anclados al poder los mismos con las mismas?

El tiempo nos va curando de engañifas y del fiasco de las promesas incumplidas. Y nos vuelve escépticos. O quizá, como un personaje de la novela Padres e hijos, de Iván Turguéniev, nos convierte en seres absolutamente desencantados que prescindimos de todos los dioses, incluidas las vírgenes.