Arturo Guerrero

Ya no hay guerras lejanas. Las redes sociales y los celulares hacen que las guerras del mundo ocurran aquí. El planeta ve cómo baja la luz nocturna del misil, asiste a la tronera en los ladrillos, se aterra con las vendas faciales de la anciana ucraniana. Se nos metió la guerra entre las cobijas, cualquier guerra.

Kiev está más cerca que los tremedales donde el Eln de aquí ubica sus cajas explosivas. Son más nuestros los cientos de miles de emigrantes hacia la frontera polaca, que los venezolanos de Rappi que se nos volvieron paisaje. No es que el mundo sea un pañuelo, es que nuestro pañuelo alberga al mundo.

De China nos vino la pandemia, de Rusia nos llega la guerra. Países que son continentes y que han tenido emperadores y zares con hambre de planeta. Asia nos asedia. Es un territorio de misterio. Ellos estornudan y a nosotros nos da gripa. Esto se decía antes de los gringos, pero los gringos hoy son nuestra habitación delantera.

Una carta reciente de 600 científicos rusos contra la guerra concluyó que “es un paso a ninguna parte”. ¿Dónde queda ninguna parte? Tal vez los firmantes se refieren a la Tierra sin humanos. A lo que puede sobrevenir después de que una chispa incendie la pradera: nada, ninguna parte, nadie que diga “esto es alguna parte”.

Los actuales forjadores de imperios se creen Napoleón o Alejandro Magno. Ocultan que quien pretenda dominar este globo contradictorio no extenderá sus colmillos durante mucho tiempo hacia mucho territorio. Los conquistadores de antes guardan sus huesos en museos y panteones. Los de estos días se los llevarán hasta tumbas volantes en el espacio.

De ahí que Raúl Sánchez, columnista del diario español El Salto, proponga “la desobediencia civil contra la movilización total para la guerra”. Y su colega Carlos Taibo, luego de pronosticar que “Moscú liderará un imperio si domina Ucrania”, postule “un proceso de desmilitarización contra los constructores de imperios”.

Ah, esa mirada de témpano, esa mueca de labios que pretende ser sonrisa, esa corbata anudada sin una arruga, esa enorme cabeza de efigie de piedra. Ese discurso de justificación de sus tanques porque otros antes echaron a rodar unos similares. Esa argumentación con datos estreñidos y óptica de contrainteligencia. Esa dialéctica de negros perros esteparios para asustar a visitantes.

La guerra nos llega desde una perspectiva de desconfianza, trampa, espionaje. Saben lo que saben porque sus agentes infiltrados les traen datos de la maldad de los de más allá. Desgranan sus bombas y ruedan sus orugas porque necesitan aplastar, ser los únicos, aplicar las argucias aprendidas de antepasados ávidos.

Lo peor es que escupen su suciedad, ya no sobre su área de influencia sino sobre el universo mundo. Nos salpican a los lejanos espectadores, nos ubican vallas electrónicas en las fronteras. Se filtran en los sueños de los inocentes que todavía creen en pájaros que trinan en múltiples idiomas.