Arturo Guerrero

Ante todo, la pólvora es una fuerza. Una chispa, una mecha, encienden las potencias rojas incontrolables. La pólvora es alegoría de furia o exaltación. Cuando los alquimistas chinos de fines del primer milenio la descubrieron, en sigilo pudieron compararse con Prometeo, ladrón del fuego de los dioses griegos.

Esos sabios arcaicos, expertos en mezclar sustancias, fallaron con la inmortalidad pero triunfaron con esta energía sobrehumana. De ahí en adelante la humanidad se asesinó más amablemente. No vencieron con la inmortalidad pero sí con el envío instantáneo de los enemigos a la muerte eterna.

Como sea, bordearon la divinidad y lo infinito. Es difícil señalar un invento posterior que sostenga semejantes propiedades. Los alquimistas fueron los primeros premios Nobel de química. No obstante, la mala prensa de la historia los relegó a superchería.

Un cóctel de tres sustancias inocentes, salitre, azufre y carbón, les proporcionó una explosión que por parejo propulsa proyectiles y eleva pirotecnias para enardecer multitudes, en especial a niños. Sus retortas fueron antecedente de los pasmosos túneles aceleradores de partículas contemporáneos. Y claro, de las tremendas hiroshimas del XX.

Tal es la estatura de aquellos científicos creyentes en el Tao, una de cuyas premisas es “Anticipa lo difícil gestionando lo fácil”. Los chinos no inventaron la pólvora, la desentrañaron. Estaba ahí, en la naturaleza. Los elementos aislados no operaban, faltaba mezclarlos con paciencia para que la suma exacta de varios consiguiera lo que solitarios no podían.

 

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