Christine Emba
Si hablan sobre sexo con los jóvenes, tal vez perciban un malestar incómodo.
Casi la mitad de los adultos estadounidenses —y una mayoría de mujeres— dicen que salir con alguien en una cita se ha vuelto mucho más difícil en los últimos 10 años. Según el Centro de Investigaciones Pew, la mitad de los adultos solteros decidieron dejar de buscar una relación o salir con otras personas. Los índices de actividad sexual, relaciones y matrimonio alcanzaron un nivel históricamente bajo, que no se había visto en 30 años, encabezado por los adultos jóvenes.
“No creo que las generaciones de mayor edad se den cuenta de cuán ATERRADOR es para la generación actual salir con otras personas con el propósito de entablar una relación de pareja”, afirmó con furia un usuario joven de Twitter, que recibió alrededor de 18.000 likes. “Es un absoluto caos allá afuera”. Cuando entrevisté a decenas de personas para mi libro sobre sexo y relaciones, encontré que las mujeres, en especial, hablaron de sus experiencias sexuales en términos viscerales: encuentros que terminaron en actos inesperados y alarmantes —como un estrangulamiento u otro tipo de violencia sexual inspirada en la pornografía— a los que no se resisten ya sea porque las toman por sorpresa o por resignación. Después de todo, si se otorga el consentimiento (y con frecuencia así es), no se puede justificar la protesta.
La vida amorosa siempre ha sido difícil. Pero ahora, entre los solteros heterosexuales en busca de pareja, el panorama general se ha vuelto menos juguetón y más depresivo, y se convierte, como lo denomina la escritora Asa Seresin, en “heteropesimismo”, un sentimiento que “suele manifestarse como arrepentimiento, vergüenza y desesperanza sobre la experiencia heterosexual” (las relaciones queer, que están menos comprometidas con las dinámicas de los géneros masculino y femenino, pueden presentar menos problemas, pero tampoco son perfectas). Se trata de una postura analgésica que los jóvenes utilizan para evitar el sentimiento de tristeza por su falta de control y reiterada decepción, o para reconocer de plano el horror omnipresente de una cultura sexual que no es adecuada para su felicidad.
Este pesimismo llega en un momento en el que se podría esperar lo opuesto. Después de todo, se podría decir que estamos viviendo la era de oro de la libertad sexual. La edad promedio del primer matrimonio está aumentando; es más aceptable que nunca permanecer soltero o buscar una variedad de estilos de relaciones. La mayoría de las personas no critican el sexo premarital; las mujeres tienen una amplia gama de métodos anticonceptivos a su disposición y, si se tiene seguro médico, a veces incluso de manera gratuita. La positividad sexual se celebra en los círculos progresistas, en los que se promueve aventurarse en lo sexual y la inhibición se ve mal. Hemos traspasado las murallas de la represión y el muro de silencio que nos impedía expresar nuestra sexualidad se ha derrumbado casi por completo.
Se suponía que olvidarnos de las viejas reglas y cambiarlas por la norma del consentimiento nos daría la felicidad. En cambio, muchos se sienten algo… perdidos.
“Uno de los placeres más importantes es la intimidad sexual”, me explicó la eticista y catedrática de la Universidad de Washington Fannie Bialek cuando le pregunté por qué sucedía esto, es “sentir que tienes la posibilidad de lo inesperado… pero no en exceso”.
Cualquier terapeuta diría que los límites son necesarios e importantes. Al definir lo que no se quiere ni se acepta, se deja espacio para todo lo demás. Y en nuestra prisa por liberarnos, podemos olvidarnos de lo importante.
Bialek recurrió a la analogía de una cena para explicar algunas de las desventajas de nuestro actual paisaje romántico. “En términos generales, sé lo que va a pasar cuando voy a una cena. Y cuando, en el transcurso de la conversación, sucede algo inesperado, resulta placentero, porque lo inesperado puede ser placentero. Pero se encuentra delimitado por una línea muy estrecha”.
Prosiguió: “Puedo interesarme en lo que alguien dice en lugar de preocuparme porque me vayan a apuñalar con un cuchillo sobre la mesa. No tener que preocuparme por todas esas situaciones radicales e inesperadas libera mi atención y la posibilidad de disfrute”.
Sin embargo, en la actualidad, me dijo Bialek, muchos “experimentan interacciones mucho más inesperadas en un contexto sexual que en una cena”. Debido a nuestra falta de disposición a reconocer un conjunto compartido de normas en el sexo más allá del consentimiento (ni que decir del hecho de que no hemos acabado de entender ese requisito mínimo del todo), nuestra cultura sexual actual puede sentirse dolorosamente desvinculada.
Es fácil ver cómo una regulación social demasiado estricta causó daños en el pasado; por algo se dio la revolución sexual. Sin embargo, podemos reconocer los beneficios que hemos obtenido (menos vergüenza, una mayor aceptación de las minorías sexuales, un reconocimiento del valor de la agencia sexual de las mujeres) y al mismo tiempo reconocer los problemas que persisten o que han empeorado. ¿Existen normas que podamos crear o reivindicar hoy que, de manera paradójica, hagan que nuestro panorama romántico sea más libre para todos?
El disfrute de las cenas se basa en un conjunto claro de normas sociales: un entendimiento compartido y regulado por la comunidad de cómo esperamos que sea una reunión y cómo deben comportarse los asistentes. En el caso de los encuentros sexuales, el establecimiento de estas normas requerirá un acalorado debate y nuestra visión de lo que significa el sexo en la sociedad debe corregirse entre todos.
Tendremos que hacer afirmaciones sustanciales sobre cuál creemos que es una buena cultura sexual, pero también estar dispuestos a reconocer las formas en que ciertas definiciones pueden ser excluyentes y cómo algunas normas han afectado para mal a las mujeres y a otras personas. Tendremos que estar abiertos a la negociación y a escuchar las voces que han sido excluidas de estas conversaciones. Y tendremos que sostener estos debates en público.