“La vida no es la que vivimos sino lo que recordamos de ella, y encima todavía hay que interpretar esos recuerdos y luego todavía cambian al contarlos. Por eso nunca dudes de alguna verdad, ya qué hay tantas verdades como seres hay en el planeta”. OA.
Leo y escucho tantos razonamientos y argumentos, los que tristemente se reciben con tanta indiferencia tal cual si fueran baratijas.
¿Cuánto se ha venido abaratando el hablar y el escuchar? Me parece que ambas actividades han venido perdiendo su real función y valor. Como que cada vez se presta menos atención a lo que se dice, ¿será por eso que los periodistas ante las tonterías y declaraciones sin fondo y demás que sueltan muchos políticos, no rebaten las respuestas, no reclaman que respondan con sentido o que se den cuenta de las contradicciones en las que muchas veces caen, rayando en el cInismo?
Desde la aparición de los celulares, hemos perdido aquello de “estoy solo con mis pensamientos”, perdiendo la oportunidad de razonar, pensar o discernir esto o aquello, por ejemplo durante el trayecto a nuestro empleo en nuestro medio de transporte o simplemente caminando. Basta escuchar fragmentos de conversaciones al pasar, de pasajeros cercanos o transeúntes que caminan cerca nuestro para comprender que a quien está al otro lado del aparato, le importa poco lo que “está escuchando”, y seguramente se limita a oír la vervorrea como quien escucha llover. De pronto lo dicho y escuchado están llegando a ser cosas my triviales y a ser actividades destinadas a caer en el vacío.
Estamos en tiempos en que los argumentos y los razonamientos, por bien construidos que estén y sólidos que sean, se reciben con la misma indiferencia como si fueran baratijas. Esto es, no se atiende a ellos, motivo por el cual han venido desaparaciendo expresiones tales como: “entrar en razón” o “prestarse a razones”, que venían a significar “darse cuenta de lo que es razonable”.
Esto es un pequeño drama para quienes, como dinosaurios aún no extinguidos, todavía intentamos explicar, razonar y argüir, y, mediante eso, convencer a alguien de algo. Esta, ya vieja costumbre ha acompañado a las mujeres y a los hombres durante unos 25 siglos, por lo menos desde Sócrates en adelante. Es decir, ha sido el instrumento principal del que la humanidad se ha valido desde que tenemos verdadera memoria, y por tanto deberíamos alarmarnos ante la rápida abolición de su uso, más que nada porque para este instrumento, no se ofrecen otros sustitutos más que las volubles “emociones” y una simple sentimentalidad.
Estamos en un punto en el que da lo mismo que alguien demuestre algo: un delito, una teoría científica, una verdad filosófica o una mera discusión de sobremesa, lo frecuente es que a los oyentes, lectores o interlocutores se les resbale, o que aun lo nieguen; no con argumentos mejores y más persuasivos, ojalá, sino cerrándose y haciendo oídos sordos, incluso enojándose infantilmente con el razonador porque éste se sale del juego cerril de ellos.
Razonar, a veces, resulta hoy hasta ofensivo: “¿Me tomas por inferior o tonto? ¿Te crees que por tener razón yo voy a dártela? Ni lo sueñes” es una reacción común en nuestros días.
Y si uno se encuentra de pronto en un mundo en el que tener razón no importa, ¿qué nos queda? ¿Qué podemos hacer para intentar sacar a nadie de lo que vemos como error mayúsculo? ¿Qué nos cabe decirles a los votantes que apoyan a individuos tan discutibles como Trump, Bolsonaro, Johnson, Maduro, Putin, o sin ir más lejos a muchos de nuestros propios politic@s, con o sin poder? Por mucho que nos afanemos, descubrimos que argumentar con consistencia no vale de nada o sólo de poco, y que el intercambio de pareceres ha sido desterrado.
Es como si buena parte de la población mundial se hubiera entregado a la fe ciega de las religiones o de las malignas sectas, cada individuo de la que elige. La fe, si mal no entiendo, consiste en creer sin pruebas, y aún es más, en desdeñar y negar las que hubiera en contra. “La existencia de Dios no está demostrada, pero yo creo en Él firmemente, y nadie me convencerá de que estoy equivocado, porque la fe está por encima de las equivocaciones y las razones, de hecho no tiene nada que ver con ellas, pertenece a una esfera superior y por eso es una creencia ciega y sorda”. Esta actitud se impuso durante siglos, y costó gran esfuerzo que las luces, la ciencia, la medicina, sacaran a la humanidad de sus voluntarias ceguera y sordera, eso sí, alentadas por los sacerdotes que tan cómodamente vivían sin verse obligados a demostrar nunca nada.
En lo poco recorrido del siglo XXI, el retroceso de la razón es de tal magnitud que, sin ella, uno ya no sabe a qué recurrir, sobre todo si no es un miserable dispuesto a pasarse al bando de los “emocionales” y sentimentales, o de los nuevos y supersticiosos creyentes en lo que sea: que las vacunas matan o que la tierra es plana, en que este y aquel verdaderamente es demócrata, en que Pedro Infante aún vive o que el hombre en realidad no llegó a la luna.
Hago un llamado a los intelectuales, a los filósofos, escritores, novelistas y periodistas, para que vayan imaginando, pensando y diseñando nuevas ideas para combatir tanto disparate, estupidez y falacias, con alguna nueva arma dialéctica digna y sensata, antes de que terminemos por perder el impulso y deseo por que impere la razón.
Les abrazo.