Por Mario Fernando Prado
Qué bueno sería institucionalizar que un día en el año nos quedásemos en nuestras casas y no saliéramos salvo en casos de extrema necesidad o inminente urgencia.
Dejaríamos las calles y los andenes libres de tanta algarabía. Se descontaminaría el ambiente, permitiéndole a nuestro entorno urbano una refrescante y necesaria desintoxicación.
Podrían, por ejemplo, los árboles respirar, las zonas verdes transpirar, tendríamos cero esmog de esas busetas y buses que expulsan humo negro y el maldito hollín envenenador, habría disminución de la ruidamenta de exostos aturdidores, del ulular de sirenas exasperantes y de pitos inconsútiles, no tendríamos que soportar el barullo de las gentes hablando, gritando, berreando, alegando e insultando. Sería un día sin disparos y sin sangre, sin esas carreras mortales de quienes huyen y de quienes persiguen a los que huyen.
Un día sin vendedores con altoparlantes ofreciendo mazamorra o comprando chatarra. Un día sin radios con carro —que no son lo mismo que carros con radio— y sus enloquecedores subwoofers, sin accidentes y sin muertos a manos de sicarios y criminales raponeros de relojes y celulares.
Todo lo anterior y mucho más es producido por el peor animal de la creación, que somos los mal llamados seres humanos, los mismos que estamos acabando con el ecosistema, con los recursos naturales, con el agua, con el aire que respiramos, con la vida y con nosotros mismos.
¡El día sin gente! Para quedarnos en nuestras viviendas, trabajando desde ellas o haciendo nada, en una jornada de ocio que además nos descontaminaría el cuerpo y el espíritu…