Juan David Zuloaga D.
Es quizás la más triste de las violencias: la que contra uno mismo se ejerce, y es tal vez la más frecuente.
Escribía Platón en Las leyes, en idea que siglos después retomaría Baltasar Gracián en El criticón: «Lo que la mayoría de las gentes llaman paz, no es más que un nombre y, en realidad, hay por naturaleza una guerra perpetua y no declarada de cada ciudad contra todas las demás. […] ¿Y, acaso, siendo eso verdad de las ciudades con respecto a otras ciudades, ocurre de otra manera en la aldea respecto de otra aldea? […] ¿Y qué? En una casa respecto de otra casa dentro de la aldea, y en un hombre cualquiera respecto de otro ¿es también igual? […] Y uno mismo con respecto a sí mismo ¿ha de considerarse también como enemigo a enemigo? ¿O qué decimos a ello? […] Todos los hombres son pública o privadamente enemigos de todos los demás, y cada uno también enemigo de sí mismo. […] Y en esta guerra, huésped, el vencerse uno a sí mismo es la primera y la mejor de todas las victorias; y el ser derrotado uno por sí mismo, el peor y más vergonzoso de los males. Y esta manera de hablar declara que en cada uno de nosotros existe una guerra contra nosotros mismos».
Cuando dicha violencia excede los umbrales de lo tolerable se cae en lo patológico. Y tales patologías pueden manifestarse en el plano físico o en el psicológico. En este campo encontramos diversos grados de manifestación de la enfermedad, que van desde la neurosis hasta la bipolaridad, la esquizofrenia y el delirio. En lo físico la enfermedad se manifiesta como lo que, dentro de la ciencia médica, se conoce como síndrome o enfermedad de Münchhausen: curiosa patología que impele al enfermo a autolesionarse con el propósito de llamar la atención de quienes lo rodean. La enfermedad, que tiene –por supuesto– una clara raíz psíquica, consiste en autoinfligirse daño de manera tan sutil que el médico no puede percibir la lesión, tan sólo la pústula o la cicatriz que aquélla generan. Enfermedad tenaz, sin duda, que ve en la mortificación propia la solución de todos los problemas (o, al menos, de algunos de ellos).
Con todo, el síndrome de Münchhausen suele ser una artimaña para distraer a los médicos y parientes que rodean al enfermo, y una vez que el médico o alguno del entorno del paciente detectan que se trata de una herida autoinfligida éste suele desaparecer.
Hay, sin embargo, un modo en el que dicha enfermedad se lleva a un extremo y no conoce camino de regreso. El enfermo desaparece, sí, pero de una vez y sin retorno posible: el suicidio. El suicidio es llevar el síndrome de Muhnchaussen a sus últimas consecuencias. Tal vez, bien visto, no sean sino una misma forma del daño a sí propio (aunque, claro, con desigual intensidad).
Cuando Anselmo, para demostrar con su prueba ontológica la existencia de Dios, quiso acudir al ejemplo de un suicida para ilustrar su discurso, le fue menester recurrir a la Biblia. Otras sociedades y otros tiempos supieron prevenir la muerte propia. Pero el suicidio es mal de nuestra época. Triste solución de personas que, ávidas de ayuda, hallan todas las puertas cerradas y todas las ventanas clausuradas. Y creen que encontrarán solución a todos los problemas –del mundo o de su mundo, ¿qué más da?– cortándolos de raíz.