Por Hernán González Rodríguez

Empezaba a consolidarse uno de los fenómenos más nocivos de la historia reciente de América Latina: la creencia de que los problemas no eran un asunto colectivo, de malas decisiones o de ideas perniciosas, sino del perverso influjo que ejercían los sectores no comprometidos con las raíces, las instituciones (el ejército) y la cultura nacional. Los primeros en señalarlo fueron los nacionalistas bolivianos, pero después vino Perón, que excluyó de la nacionalidad a los no peronistas, y más adelante llegaron los generales golpistas, cuya doctrina fue precisamente esa, la eliminación del enemigo interno. Nacionalistas, populistas y militares compartieron la misma mentalidad. El Mal estaba encarnado en una parte de la población con fidelidades dudosas.

Curiosamente, los tres señalaron el mismo enemigo: los judíos, los liberales y los comunistas. Es decir, los cosmopolitas y los internacionalistas; los sectores de la población influenciados por corrientes culturales extranjeras, conectados comercialmente con el resto del mundo o comprometidos con causas morales universales. Ese ha sido el blanco de los movimientos nacionalistas y autoritarios en América Latina. Todos han tenido la misma matriz, el nacionalismo victimista que explica sus fracasos a partir del efecto nocivo de una parte de la población contaminada, cancerosa, que debe ser amputada.

Y esa forma de pensar no se ha ido, ni siquiera se ha combatido, sigue ahí, a la espera de nuevos demagogos que sepan explotarla.

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