Mario Sánchez
Estamos viviendo en un mundo digital de supraestados autoritarios que se imponen sus propias reglas y deciden qué puede decirse y qué no. Tres decisiones en días pasados demuestran cómo Facebook y Google se han convertido en árbitros poco democráticos de la libertad de expresión y de lo que las personas pueden ver en el ecosistema digital. Independientemente de si las decisiones tomadas son razonables o no, lo que produce angustia es que estas plataformas, todopoderosas y con prácticas anticompetitivas que las han ayudado a posicionarse, están tomando decisiones que vulneran los derechos de sus usuarios.
Esto no es nuevo, pero sí es cada vez peor. A medida que pasan los años, Facebook, Google y unas pocas empresas más se han convertido en los espacios de facto en internet. Esas compañías se defienden con el argumento engañoso de que internet sigue siendo libre y que quienes no deseen usar sus servicios no están obligados a hacerlo. Pero la realidad es contundente: no puede entenderse el ecosistema digital sin pasar por esas plataformas. En la práctica, los espacios públicos digitales han sido privatizados. La democracia, las relaciones sociales, los debates sobre libertades y demás, entonces, están a merced de los códigos de conducta impuestos por Facebook, Google, TikTok y similares.
Por ejemplo, en julio, los moderadores de Facebook tumbaron de su plataforma un video donde manifestantes colombianos se oponían al presidente Iván Duque y le pedían que no se hiciera “el marica”. Para la plataforma, el uso de una palabra que es empleada para denigrar a las personas LGBT era motivo suficiente para censurar el contenido. Sin más, el video desapareció del espacio más propicio para su difusión. Ahora, un par de meses después, el consejo asesor de Facebook, una especie de corte suprema de la plataforma, dijo que el video tenía fines informativos y que la plataforma debe volverlo a publicar. Es inútil que lo haga en este momento, pues la coyuntura ya pasó. Pero más interesante aún es cómo todo ese proceso ocurrió sin la intervención del sistema judicial colombiano ni consideraciones a las normas de nuestro país sobre libertad de expresión.
Lo mismo está ocurriendo en Youtube. La plataforma decidió bloquear los canales de RT, un medio de propaganda ruso, en Alemania, bajo el argumento de que violó sus directrices. El pecado de RT, según Google, es que publicó desinformación sobre la pandemia. En respuesta, Rusia lo acusó de censura. Más allá del ridículo de que el régimen autoritario de Vladimir Putin, que no soporta medios independientes, se queje por violación a la libertad de expresión, el punto es similar al de Facebook: la decisión fue tomada por una entidad privada supranacional.
Esta semana Youtube anunció que todos los videos que promuevan los mensajes antivacunas serán tumbados de las plataformas. Varias personas que se hicieron famosas promoviendo la desinformación fueron bloqueadas inmediatamente. Se trata de un serio golpe a la capacidad del movimiento antivacunas de seguir sembrando terror. Empero, la pregunta permanece: ¿nos sentimos cómodos con que Google tenga tanto poder sobre el debate público?
No es una pregunta inconsecuente. Todos los aspectos de la vida pública se han trasladado a internet, donde estos supraestados se comportan de manera similar a regímenes autoritarios y caprichosos. ¿Qué perdemos cuando las discusiones sobre las libertades son decididas por algoritmos y censores contratados por empresas privadas?