Fernando Araujo Vélez
Escribo en una hoja suelta la palabra “principios”, y según voy trazando cada una de sus letras, empiezo a comprender que, desde allí, desde los principios, empiezan a forjarse las culturas, y por lo tanto, las relaciones, las sociedades, y las vidas, y las leyes y las constituciones, y me empiezo a dar cuenta de que sin esos principios quedamos abocados a ser simples arregladores de imperfectos, y a ir por la vida como eternos solucionadores de errores. Pronuncio la palabra principios, y mi primera tentación es creer que los principios son grandes mandamientos escritos en piedra por dioses omniscientes, y que son, por lo mismo, inmodificables, pero luego, de tanto darle vueltas al asunto, termino por concluir que esos principios surgen de las conversaciones, del disenso, de las contradicciones, de acuerdos, de distintas opiniones, y mientras más distintas, mejor.
Y concluyo, también, que son principios, y que decir principios es como decir comienzos, inicios, bases, esencia, acuerdos sobre lo fundamental, como repetía y repetía Álvaro Gómez Hurtado sin que le hubieran prestado mucha atención. Entonces me pregunto si ahora que se inicia una etapa electoral más, alguno de los cincuenta o más candidatos que empiezan a aparecer por todos lados, cargados de discursos y etcétera, se atreverá a poner sobre la mesa de los debates el tema de nuestros principios, porque por lo menos yo, no tengo ni la más remota idea de cuáles son esos principios en este país, más allá de que nuestra himnos y la Constitución y todas las Constituciones y la bandera y demás hablen de vida, paz, libertad, igualdad y un montón de conceptos que acabaron por ser paisaje y nada más que paisaje.
En esos paisajes, no hemos hecho más que confundir principios y valores, con hábitos, costumbres y comportamientos, y enredarlo todo, creyendo que es igual quien decide actuar sin odios, y actúa sin odios, por ejemplo, que quien condena al odio y a los odiadores pero toma sus decisiones basado en sus propios rencores. En esos paisajes, digo, mezclamos a aquel que piensa, siente, actúa y es constante, con el que siente muy a la moda y habla de solidaridad y demás, pero trabaja día tras día en dividir y restar, repitiendo muy para sus adentros aquel viejo adagio de “divide y vencerás”. Y en esos paisajes, en fin, nos hemos embadurnado tanto de teorías, de nuevas teorías y de mediciones y resultados y supuestos, que proponer un gran acuerdo sobre los principios por los que podríamos regirnos suena a ridículo idealismo.